No abrí este blog para soltar
chapas. No soy desde luego quien para hacerlo. Pero finalmente lo que me llevó
a dejar de comer animales son razones éticas, filosóficas y políticas, en
absoluto gastronómicas, así que tampoco está de más si se me ocurre
entretenerme un poco en alguna de estas razones.
Recientemente acudí al acto de
clausura de un proyecto por la conservación de unas cuantas especies muy
amenazadas (lince ibérico, un par de especies de águilas y buitre negro). Tras
las consabidas e insulsas charlas de políticos y técnicos, se celebró un
picoteo con vino y tapas para los asistentes. Uno de los pinchos que se
ofrecieron fueron tacos de atún con salsa de soja y sésamo. Le hice notar a
alguno de los ecologistas que por allí había la incongruencia de gastarse un
pastizal en pretender proteger y conservar alguna especie emblemática de
nuestros montes y celebrarlo contribuyendo a extinguir una especie emblemática
de los mares. Estas observaciones impertinentes contribuyen, al menos, a hacer
menos sabroso el trozo de atún, moderno lujo snob de oriente y occidente; sólo
con haber conseguido que la delicatesen, que desde cualquier punto de la meseta
ibérica contribuye a arrasar los océanos, haya sabido peor a alguno de los
ecologistas institucionales y que piensen por un momento la incoherencia que
supone, la impertinencia merece la pena.
Si en algún lugar del orbe los
defensores de los océanos celebraran sus proyectos en pro del mar y sus
habitantes comiendo águila frita o lince rebozado el tema seguramente daría
para algún titular; sin embargo a todo el mundo le parecía normal lo inverso.
Viene esto a cuento porque el camino que me ha llevado a una alimentación sin
cadáveres –y, desde ahí ¿Quién sabe a dónde? –no arranca en el antiespecismo.
No creo ser antiespecista, ni animalista ni nada de eso. Lo que sí soy casi
desde que tengo conciencia es ecologista, antes de abrazar la negra bandera de
la acracia, antes de conocer la existencia del materialismo histórico. Y no se
puede ser ecologista alimentándose de animales; ese ecologismo es mentira.
Me hacen gracia y me dan
pena las argumentaciones fanáticas de algunos animalistas que encerrados en el
marco de su ideología autosuficiente ponen por encima de la realidad material
el discurso teórico que hay tras ella. Al idealismo (la conciencia determina la
realidad) le es indiferente la verdad material; lo que le importa es la
ideología, el velo de justificaciones y razones, bajo la que se oculta aquella.
Por ejemplo, leo en el libro “Veganismo, de la teoría a la acción” agrias
críticas a la organización ecologista Sea Shepherd porque no son antiespecistas
y porque sus barcos son veganos “porque somos
conservacionistas. Sencillamente no hay suficientes peces en el mar para seguir
alimentando la creciente población humana”. Esta línea resume la crítica: “En otras palabras, el grupo evita el consumo de peces porque lo considera
pernicioso para los océanos, pero ignora a los peces como individuos”.
Resumiendo: lo que hagas me da igual, lo
que me interesa son los motivos. El hecho de que se evite el consumo de “individuos
peces” no es en sí interesante, sino, parece ser, el motivo por el que se evite.
Dicho de otro modo: sólo es válido dejar de comer animales si lo haces por las
razones que te voy a decir yo.
Y esto es estúpido. Pero ningún idealista se puede dar
cuenta de ello. No es la conciencia la que determina la realidad sino la
realidad la que determina la conciencia. Una realidad material de agotamiento
de recursos, insuficientes recursos alimenticios para la población humana
mientras que se dedican ingentes cantidades al cebo de ganado, contaminación de
acuíferos, destrucción de los océanos, podría llevar a muchos a tomar la
decisión de no comer más animales, aunque no los considerara sus iguales; y de
ahí, quizá, a considerar la existencia individual de cada animal valiosa. Pero
no, parece ser que eso no es interesante.
Yo creo que sería más inteligente, en vez de querer
imponer tu credo animalista a quien todavía no puede mirar en esa dirección,
hacer ver a los ecologistas la inutilidad de todo su movimiento mientras se
empeñen en no atender los gravísimos problemas que el consumo de animales
provoca en los ecosistemas y especies que supuestamente defienden. Ni el
calentamiento global, ni la deforestación a nivel planetario, ni los
transgénicos, ni la destrucción de los mares, ni la contaminación de las aguas,
etc. pueden ser comprendidos ni combatidos si no se comprende el papel que
juega el consumo de animales, y si no se combate. Se debe evitar, también, la
salida por la tangente lógica de los ecologistas: se debe hacer notar que
proveerse al 100% de alimentos (carne, huevos, leche, verduras, etc.) “ecológicos”
es prácticamente imposible, mientras que dejar de comer animales es muy
sencillo.
Volviendo a aquel pincheo ecologista, por supuesto se
sirvieron pinchos a base de cerdo muerto. Al margen de las consideraciones
éticas de cada cual, hacer notar a los consumidores de jamón y lomo adobado que
su vicio tiene consecuencias para todos, que todo el mundo paga quiera o no
quiera, es necesario. La producción masiva de carne de cerdo a bajo precio no
sólo tiene consecuencias en la miserable vida y terrible muerte de millones de
cerdos, simples unidades de producción cuya existencia no importa, sino para
las personas que viven más o menos cerca de los campos de concentración donde
se hacina a los cerdos. El reciente cierre de las plantas de tratamiento de
purines de toda España ha puesto en evidencia un hecho: minimizar la
contaminación que la producción industrial de cerdos provoca solo era posible
vía subvención, que pagamos todos; eliminada la subvención, la sanguinaria
industria de la carne de cerdo traslada el problema a toda la sociedad: la
única salida a millones de toneladas de mierda y meadas de cerdo es acabar en
los acuíferos subterráneos, y de ahí en el grifo de cada casa. El vicio lujoso
del jamón, el gesto cotidiano del magro con tomate, el cutre bocata de
mortadela acaba en forma de nitratos, bacterias y antibióticos en cada trago de
agua que bebemos. Si se obligara a cada consumidor de cerdo muerto a pagar su
deuda ecológica se acababa el problema: quien quiera jamón, que beba purines;
pero que no nos obligue a los demás a beberlos para seguir manteniendo su
vicio.